Disculpas

Lunes, 25 Marzo 2024 10:44

Mis disculpas. Sinceras. Mi irregularidad de un tiempo a esta parte para llegar quincenalmente a la cita con la columna de ‘Cascorro con la lata’, aquí, en EL ECONÓMICO, tal vez a algunos lectores les resulte comprensiva. A otras personas, puede haber supuesto un alivio el casi ‘no volverte a ver’. Por fin, estarán aquellos a los que “ni fu, ni fa”. En todo caso me justifico con que, cuidar a un enfermo, a mi padre, de 96 años, encamado sin poder moverse desde hacía dos años y doscientos cuarenta y un días, doce horas diarias, durante, igualmente, 2 años y ciento sesenta y seis jornadas, todas ellas, sin fallar ni una sola, lo hace comprensible y hasta perdonable. La cabeza no funciona igual. La concentración, tampoco. La búsqueda y selección de información y contraste a la hora de escribir tampoco se ve favorecida. Se va dejando para ‘la siguiente semana’. Te viene a la cabeza que, para cubrir el expediente, es mejor no teclear nada. Nadie, nunca, me ha exigido nada. Es más: el director de este medio siempre ha sido comprensivo. Ahora, el padre ya se ha ido. Descansa junto a mi madre.

Hasta fin de año, aún veía la televisión a pesar de sus dificultades ya de visión. Y pensaba. Rumiaba las noticias escuchadas (oído, como el primer día) y vistas. Y concluía: «Jandro, esto no va a acabar bien. Entre unos y otros… se está poniendo feo». Prefería ver “La Ruleta”, “Pasapalabra” y la misa dominical retransmitida, después de seguir al doctor de la Sexta y algún documental de animales en La 2. Si intentabas explicarle, concretar alguna pregunta que hacía, contextualizar cualquiera de ellas, callaba. Y añadía: «Aquello fue muy malo. Hambre y miedo». No fue consciente de que era el Centenario de Vicente Andrés Estellés, claro, ni lo conocía. Ni se acordaba del ‘Florido Pensil’ ni del nombre de su maestro. Por supuesto, ni de lo que le daba a comer el día anterior.

Sin embargo, cuando ya intuía un final cercano, que deseaba, urgido por los dolores, rezaba. Se conocía, y recitaba despacio, a pesar de la poca lucidez que iba evidenciando, cada una de las oraciones que le enseñaron en infancias de casi encierro, y que yo, en casa, nunca…Y hablaba con sus vecinos y conocidos del pueblo que lo acogió y le permitió formar una familia: «Julián ¿ya has acabado la siega?». Y otras: «Hoy he ido al huerto a por tomates, pero no sé en dónde los ha puesto la muchacha». «Va, Jandro, ponme los pantalones, y vamos a la calle», y no se podía mover. Y así. Efecto de…El siete de mayo, en una cama de hospital, a donde hube de llevarlo, a las 10 horas y 13 minutos, sedado, me di cuenta de que no respiraba, no le iba el pulso; y que…La última palabra que le escuché, «agua». Y las últimas palabras que pronunció, según me relató la enfermera, fueron: «Bueno, pero no me hagáis mucho daño».

Pues eso. Lo escribo para justificar mi irregularidad en esta columna de un tiempo a esta parte. Y ahora retomo, prometiéndome a ser fiel a mi cita quincenal. Sigo el quehacer de la Humanidad. También, las páginas de este Medio como necesidad de estar al día de lo que acontece en el pueblo, más bien ciudad ya, en el que ejercí mi profesión con dedicación. Como a mi padre, mi parecer es que esto que leo, escucho y veo, desde lo más alejado, a lo más cercano, no me gusta nada. Cada día menos. Me invade cierto desánimo y resignación, de lo que no es ajeno el propio ser humano, y aunque no sea el responsable último. Hasta dentro de quince días. Salud.


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